sábado, 22 de octubre de 2011

La Tinta, el Tintero y... las Alas

Atención: Relato Corto.

El sol se pone, dejando tras de sí un oscuro cielo enmarañado de nubes. De su bolsillo saca las llaves electrónicas de su coche. Pulsa un botón y los cuatro intermitentes parpadean al mismo tiempo. A dos pasos de abrir la puerta comienza a chispear, el viento arrecia.

Introduce las llaves en el contacto. Un suave repiqueteo suena por todo el coche. Pequeñas gotas de agua se deslizan por todo el parabrisas. Respira, ese sonido le relaja. Vuelve a respirar, sus sentidos más calmados. Se encuentra tan cansado, hoy será un día difícil de olvidar.

Mira el reloj, un poco tarde. Arranca, mira por el espejo retrovisor y se incorpora al tráfico. Acelera poco a poco y las luces se mezclan con el agua de lluvía mientras el limpia-parabrisas crea pequeñas catarátaras alrededor del cristal. En carretera el tráfico es lento. En cada parada mira la ciudad, ahora tan lejana. Con sus edificios dispuestos en orden, cada uno con una historia, con una vida particular. Como la suya, hoy será un día dificil de olvidar. Alguien pita, se centra, arranca y pide perdón para sus adentros. La fila de coches desfila con ansia de velocidad contenida. A él le da igual, duda entre poner la radio o no. Siempre se imaginó que el rumor de la lluvia era el sonido de miles de sonrisas, de besos, de caricias.

Toma su desviación, como siempre vacía. Acelera y todo a su alrededor se difumina. La luz de las farolas se convierten en sinuosas lineas y la lluvia ahora es un fino telón que atraviesa el único actor sobre el escenario de asfalto. Gira en una curva y ante él se abre la oscuridad. Ya no hay más farolas, no más luces de ciudad. A los lados los árboles y arbustos le miran con curiosidad. Más lejos, más lejos ni se atreve a imaginar lo que le puede llegar a esperar.

Este tramo no le gusta, rodeado de tanta soledad lo único que se interpone entre él y sus pesadillas son los faros del coche. La única luz que corta las tinieblas con una determinación angustiosa. Otra desviación más, otra vez la suya. Rodea una pequeña colina, a su paso le asaltan media docena de edificios bien alineados,. Le dan la bienvenida mientras unos destellos anaranjados le arropan con calidez. Serpentea por las calles. Se detiene en un semáforo y observa como una pareja corre a refugiarse de la incesante lluvia. A través del crital oye sus risas. Corren, sí, pero no tienen prisa. Les da lo mismo llegar a su destino empapados hasta los huesos. Él esboza una sonrisa al tiempo que un destello verde ilumina su rostro.

Llega a una avenida amplia, flanqueada por una fila de árboles. Guardianes verdes que aguantan estóicos el embate de la lluvia. Un relámpago, segundos después, un trueno. El viento anuncia con fuerza desmedida la inminente tormenta. El agua golpea el coche y el suave sonido de las gotas deja paso a un aluvión de impactos sobre el parabrisas. Avanza unas decenas de metros y gira, al fondo de la calle ve su casa. Un edificio entre tantos otros. Algunas luces surgen de ventanas al azar. Al fin ha alcanzado su destino. El día se queda atrás. La oficina, la discusiones, las ganas de escapar, son un recuerdo que comenzó con el sonido del despertador. Como cada día, de Lunes a Viernes ha de esconderse tras una careta, un traje bien planchado y una corbata.

Nada de soñar despierto, nada de expresar tus opiniones. Se pueden encontrar con la sonrisa sin escrúpulos de alguien que no desea otra conversación que no hable sobre beneficios, gestión del tiempo, tareas por realizar... Suspira, por mucho que quiera, no lo puede cambiar. Algunos días pasan sin darte cuenta, metido en tu trabajo cuando quieres darte cuenta es hora de comer. Un poco más tarde estás saliendo por la puerta que te vió entrar. Otros, cuando les ves aparecer sabes que no tendrás escapatoria. Su mirada te busca, mientras avanzan a toda prisa por la oficina. Al dar contigo hablan a toda prisa. Contándote sus problemas, como si la vida les fuera en ello. En parte tienen razón. Salvo los grandes "peces", nadie está a salvo. Un paso en falso, una queja del cliente, un retraso inevitable... Y estás fuera. Sólo cuentan los beneficios, el resto es prescincible, carne de cañon.

Con un parpadeo olvida todo eso, por hoy ya es suficiente. Sin embargo, el día fue diferente. Recordó los viejos tiempos. El instante en que se conocieron. Cuando salía con sus amigos a tomar una cerveza y se encontraba regresando a casa al tiempo que salía el Sol. ¿Qué fue de todos esos amigos de los cuales ya no sabe nada? Su imaginación le contesta, le dice que todo va bien, que siguen con sus vidas. Algunos son padres y otros se perdieron entre el humo de los bares. Otros perdieron su empleo y salieron adelante. Los menos, el tiempo y el olvido se ocuparon de sus nombres.

La tristeza se hace un hueco al recordar a un par de amigos que ya no estarán. Nunca les volverá a ver. Un día, la mala suerte desplegó todo su arsenal. En el lugar y momento equivocados y se vió en mitad de un funeral. Evoca cada instante que pasó con ellos. Sonríe, aún no les ha olvidado y es el mejor homenaje que jamás les ofrecerá. Ni flores, ni visitas a lápidas de piedra con sus nombres cincelados con frialdad.

En un par de semanas, se juntarán todos. Todos los que puedan, claro está. De nuevo entre risas, historias y cervezas, les recordaran con una melancólica alegría. Junto a sus novias, mujeres, esposas, por una noche volverán a ser aquellos novios que no tenían preocupaciones. De regreso, se olvidarán de sus arrugas, de que ya son un poco más viejos, de pagar las facturas. Del colegio de los niños. Se surrurán palabras de amor al oído y recordarán entre risas y caricias el momento en el que se conocieron. De la primera llamada, del primer beso. Aquellos que continúan solteros se dejarán llevar por las luces de los bares, por un par de copas de más. Volverán a la carga e intentarán cerrar algún que otro bar en una noche repleta de historias, de momentos que no quieren dejar pasar. Hasta que el cuerpo aguante, aunque ya no sea como antes.

El resto, seguirán sus vidas, los pasos que conducen a su propia felicidad o a una desdicha mal disfrazada de tediosa normalidad.

El edificio se alza como un gigante, ocupando todo el horizonte. La lluvia no desea pasar la oportunidad y lo envuelve todo a su paso. Frena, de la guantera saca el mando que controla la puerta del garaje y pulsa un botón. Un portón metálico se desliza sin prisa. Un mayordomo flemático que disfruta de su trabajo. El coche avanza cauteloso entre las columnas del aparcamiento. Sus ojos se acostumbran a la penumbra reinante, sin mucho esfuerzo localiza su plaza. Aparca justo cuando el portón se cierra. Sale del coche, el eco de la tormenta rebota por las paredes. Hueco, casi sin vida. Mira hacia los lados y observa el resto de coches alineados a la perfección. A unos pocos metros, la salida. Sus pasos retumban por todo el pasillo, juegan a esconderse entre los coches. A perseguirse entre las columnas mientras avanza. Sin poder evitarlo mira a su alrededor, al igual que el eco a la penumbra le encantan las sombras chinas. Aquí y allá formas escurridizas se abren paso a medida que la salida se acerca.

Justo antes de empujar la puerta, las luces se apagan. Su corazón comienza a latir. De manera insconciente mira en todas direcciones, en un impulso incontrolado abre la puerta y se lanza hacia la ténue luz que indica un interruptor. Lo pulsa. Las luces tintinean y se encienden. Respira profundo. En dos pasos se planta frente al ascensor, aprieta el botón y escucha el sonido de los engranajes. A los pocos segundos, las puertas se abren con un brillo intenso. Una última mirada por encima de sus hombros y entra.

Las puertas se abren, se dirije sin prisa hacia su casa. Las llaves chocan entre sí al sacarlas del bolsillo. Tres pasos y la puerta se abre...

Un momento, ¿tres pasos? Algo no está bien, a estas horas deberían de estar en casa.

- ¿Hola?, pregunta al aire mientras deja las llaves sobre el recibidor. - ¿No hay nadie?

No necesita encender la luz para moverse por su casa, y mucho menos para dejar su abrigo en el perchero. Sólo escucha la tormenta, la única que parece estar deseosa de entrar en su casa.

- ¿¡¡Hooolaaaa!!?.

Un murmullo a su lado, unos pasos sin mucha decisión. Unas manitas se agarran a su pantalón. Se tensa, sonrie, y acaría con suavidad la cabecita que se hunde en su muslo

. Todo se ilumina. De todas las habitaciones comienza a salir gente.

- ¡FELIZ CUMPLEAÑOS! - corean al unísino.

Conteniendo las lágrimas, se agacha, cogiendo en brazos a su hija que se aferra a su cuello. Su mujer se adelanta y le besa. Allí están todos, amigos y familiares. Contagiando de felicidad cada rincón de su casa.

Hoy será un día difícil de olvidar.

miércoles, 12 de octubre de 2011

La Tinta, el Tintero y... la Provocación

Hoy toca una reflexión. Una que me ha rondado la cabeza desde que comencé la mudanza.

En casa de mis padres, a pocos días de la independencia, mi habitación era un constante trasiego de cajas, carpetas, ropa y enseres y recuerdos que se venían conmigo a mi nuevo hogar. Aquí y allá se amontonaban pilas de objetos que se quedarían hasta que terminase de amueblar un mínimo y tuviera un lugar donde colocarlos. Mientras revisaba una vieja carpeta, encontré una docena de cartas recibidas tiempo atrás. Sí, cartas, de esas escritas a mano y depositadas en un buzón de correos amarillo.

Una a una, las abrí. Releyendo lo que me escribieron amigos y conocidos. Algunos han desaparecido por completo de mi vida. Un parpadeo y resulta que han transcurrido casi diez años desde entonces. Otros, con tan sólo girar la vista, ahí están. Como siempre.

La nostalgia entró en mi habitación de puntillas. No por las personas que ya no están, sino por algo muy distinto. Hace tiempo que ni escribo, ni recibo cartas.

En un mundo “globalizado” – esta palabra siempre me ha recordado a los orondos balones de Nivea que se lanzaban desde avionetas en las playas españolas allá por los ochenta. –, donde todo el mundo está conectado, todo el mundo envía correos electrónicos, mensajes multimedia, y realiza video conferencias desde su móvil, resulta que el simple hecho de perder una hora para sentarse y escribirle a una persona es anacrónico. Está pasado de moda.

Ahora se lleva subir fotos de mi perro, mi gato o de como me saco un moco, a un sin fin de redes sociales y páginas web. Todos tus amigos comentan, al instante, cada movimiento, cada palabra, cada pensamiento, cada chiste.

No sé que es peor, que nuestra intimidad se haya esfumado entre tanto “móvil inteligente” y “conexión en tiempo real” o que no tengamos control de nuestro tiempo. Hasta el más pintado usa estas herramientas para hacer oír su voz, y sin embargo nadie parece estar interesado en escribir una sencilla carta.

Recuerdo cuando yo las escribía. Por desgracia, me uno al grupo de los que tampoco escriben una. Sentado delante del escritorio, a un lado media docena de hojas en blanco – por las erratas, que al escribir a mano, unos pocos tachones resultan bonitos, naturales. Con veinte, se parece más al juego del ahorcado o la ruleta de la fortuna –, al otro un bolígrafo

La fecha, el lugar... Y un poco de orden y concentración. ¿Qué contar? ¿Por donde empiezo? Ah sí, por esa anécdota tan graciosa que me sucedió el otro día. O tal vez, por cuanto me cuesta estudiar. O incluso un “Qué tal, cuanto tiempo” puede servir igual de bien.

Sin darte cuenta, llevas escritas un par de hojas. Acabas de contarle todo lo que ha pasado por tu cabeza, sin importar nada. Ahora, le llega el turno al sobre. Confieso que nunca he sabido doblar una hoja para que entre sin que acabe con unas cuantas dobleces de más. El correspondiente sello, el lametón en el borde – aunque con un poco de agua también sirve –, escribir la dirección y un paseo hasta el buzón de correos.

El siguiente paso es esperar. El día menos pensado, al mirar en tu buzón encuentras un sobre que te mira tímidamente a través de la rendija. Abres la portezuela y ahí está. Tu nombre escrito a mano, con tu dirección completa. Por detrás, el remitente. Con un poco de suerte, ya te está esperando en casa. Encima de tu mesa con un “Has recibido una carta.” de tu madre, padre o hermanos/as.

Tu turno. Abres la carta y comienzas a leer. La fecha, de hace una semana. Resulta reconfortante leer una carta escrita a mano. Una en la que te cuenten lo que ha pasado, lo que han soñado, lo que han vivido. Porque eso significa que esa persona ha dedicado un tiempo en sentarse y pensar en ti. En agarrar un bolígrafo y dedicarte unas cuantas palabras.

Pero todo esto está pasado de moda. Ahora con dedicar diez minutos delante de un ordenador puedes escribir todo lo que quieras, a quien quieras, como quieras...

Supongo que por eso continúo escribiendo a mano, aunque sea para mi. En mi pequeña rebeldía contra el mundo. En mi afán, como todos, de encontrar un hueco y comprender qué es lo que sucede a mi alrededor.